No lloré, pero se me saltaron las lágrimas. El sol se estaba
poniendo y en el cementerio, cargado de sentimientos, el leve viento que soplaba
parecía que cortaba, frío y seco, como si el verano también hubiese muerto de
repente.
El entierro transcurrió tranquilo. Al finalizar me encontré
solo, mirando al horizonte de la tumba. Y sólo en ese momento reconocí donde y
porqué estaba allí. Estábamos enterrando a alguien que hace unas horas estaba
vivo y ahora no lo estaba. Mi mente recorrió las pocas veces que había visto a
esta persona y que aun así era tan cercana a mí. Y es que, en las últimas
semanas, dos, tres, cuatro personas de mi entorno habían perdido la vida.
Solo entre las tumbas, y aunque a mi alrededor había gente,
seguía solo, pensando en cómo sería perder a alguien que realmente forma parte
de tu día a día y da vida a tu corazón. Desgarrador.
Y si después de la muerte no hay nada... ¿A dónde se han ido?
¿Y por qué? ¿Y por qué se sienten todavía si están muertos?
Vamos de vuelta, al lugar de donde vinimos, donde moran las
almas que somos las personas. Y que una vez acabado el contrato, regresamos
nuestro cuerpo a la tierra y seguimos adelante, para afrontar un nuevo reto, en
el que nuestro cuerpo ya no tiene lugar, pero nuestra alma, nuestro interior,
es todo lo que tenemos, para hacer frente a ello.
Al salir del cementerio, lo hice con paso lento, ahora
consciente de que cada uno de mis pasos me llevaba a ese destino. Que no es
final, como nos empeñamos en pensar, ni no que el camino viene antes de nacer y
continúa después de morir y que cada paso adelante es tan importante y tan
determinante en esta vida como el anterior.
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